Hay una clase de hombres que, cuando ven a otro haciendo algo bueno, lo primero que sienten no es gratitud, sino la necesidad de corregirle. No pueden simplemente reconocer que alguien está dando la batalla, que alguien está poniendo el cuerpo y el prestigio donde ellos no se atreverían. No. Ellos necesitan señalar. Matizar. Añadir su cucharadita de «originalidad».
Monseñor Munilla pertenece a esa estirpe. No puede limitarse a agradecer que un político como JD Vance, en un mundo donde la mayoría de dirigentes se venden al globalismo, tenga la valentía de decir en Múnich que Europa ha traicionado sus propios principios. No puede simplemente asentir y decir: este hombre ha hablado con verdad. No. Munilla necesita poner su notita de color. Porque no hay nada más insoportable para un cierto tipo de clérigo que estar de acuerdo sin más.
Y así, en su carta de Cuaresma, lo que podría haber sido un reconocimiento de una verdad incómoda, se convierte en una lección moralista. Munilla, desde su púlpito clerical, se permite corregir a Vance: sí, sí, tiene razón en parte, pero se ha equivocado en el tiempo verbal, porque en realidad la traición es de todos, también de Trump, también de los suyos, también de nosotros. Y ahí es donde asoma el problema. Porque esa frase no está puesta por justicia, ni por equilibrio, ni por análisis político. Está puesta por vanidad intelectual.
Es el típico ejercicio del dedito listillo que describe Miguel Ángel Quintana Paz: la necesidad de demostrar que uno no es un vulgar aplaudidor, que no está de parte de nadie sin una pequeña corrección, que no es un palmero más. Pero lo que esta gente no entiende es que a veces la inteligencia está en saber callarse. En saber estar donde se debe estar sin la compulsión de demostrar la propia lucidez con una apostilla ingeniosa.
Porque la realidad es esta: JD Vance, con todas sus imperfecciones, está haciendo más por la fe, por las costumbres y por la civilización cristiana de lo que harían cien Munillas en cien vidas. Vance está en la trinchera. Munilla, en la gradería. Y lo mínimo que se espera de alguien que no está en el combate es que al menos respete a los que sí lo están. Que se guarde sus ganas de marcar distancias y que, por una vez, enmudezca el dedito corrector.
Pero no. Porque ser parte de la gradería tiene su propio código. Y una de sus reglas no escritas es que nunca debes parecer demasiado entregado a los que están luchando. Siempre hay que añadir un matiz, una corrección, un «sí, pero». Siempre hay que dar a entender que uno ve las cosas con más perspectiva que los que están en la refriega.
Y así, mientras Vance trata de poner un freno a la disolución de Occidente, Munilla está ahí, no para apoyarle, sino para hacerle un pequeño examen de conciencia en público. Porque, claro, no vaya a ser que alguien piense que él simplemente le da la razón.
Hay clérigos que se han olvidado de lo esencial. De que su misión no es la crítica sutil desde la distancia, sino el apoyo decidido a quienes, con sus errores y defectos, están peleando por lo que es bueno y verdadero. Que a veces, lo más inteligente no es demostrar la propia inteligencia, sino saber callarse y estar del lado correcto sin peros.
JD Vance merece muchas cosas. Pero lo que menos necesita es la corrección condescendiente de un obispo que no ha arriesgado nada. Porque cuando la fe, la verdad y la civilización están en juego, los que más estorban no son los enemigos declarados. Son los que, desde la comodidad de su púlpito, no pueden resistir la tentación de levantar el dedito.
Jaime Gurpegui